La Navidad está llena de momentos mágicos, de esos que hacen que todo el esfuerzo merezca la pena: los villancicos sonando de fondo, las luces del árbol parpadeando y la emoción contenida de los más pequeños al intentar descubrir qué regalos les han traído Papá Noel o los Reyes Magos. Pero, entre tanta ilusión, también hay margen para el caos, los despistes y los momentos que te dejan al borde del infarto… hasta que los recuerdas con una sonrisa.
Porque no nos engañemos, mantener viva la magia de estas fechas no es tarea fácil. Los niños son auténticos detectives, con un radar especial para descubrir aquello que intentamos esconder. Y, a veces, por mucho que planees cada detalle, el factor sorpresa decide jugar en tu contra.
En mi familia, las historias navideñas no faltan. Y la que os voy a contar hoy es de esas que parecen sacadas de una película.
Mi prima, que tiene cuatro niños (sí, cuatro, todo un máster en logística familiar), vivió este año una de esas historias navideñas que quedarán para la posteridad. De esas que, en el momento, casi te hacen sudar frío, pero luego acabas contando entre risas.
Todo comenzó en la noche de Nochebuena, tras una cena familiar con los abuelos. Papá Noel, como buen repartidor exprés de regalos (y no de Correos Express, porque si no, no habrían llegado), iba tan cargado que no le quedó más remedio que dejar parte del cargamento en la despensa del patio de mi prima. “Es que no me cabían en el trineo”, debió pensar, mientras se apresuraba a seguir con su ruta. Mi prima, precavida, cerró la despensa y se quedó convencida de que el secreto estaba a salvo.
Pero lo que no esperaban era que, al volver de la cena, uno de los niños decidiera salir al patio, porque claro, ¿quién no tiene la necesidad imperiosa de salir al frío invierno en plena noche? Al ver que la puerta de la despensa estaba cerrada, el pequeño Sherlock Holmes sintió curiosidad y la abrió. Y ahí empezó todo: “¡Esto está lleno de regalos!” gritó emocionado, mientras reunía a sus hermanos para admirar el botín.
Los padres bajaron corriendo con cara de terror al escuchar los gritos. Allí estaban los niños rodeados de paquetes, leyendo etiquetas y exclamando: “¡Aquí pone mi nombre! ¡Son nuestros!”. Improvisando como solo los padres pueden hacerlo en estas situaciones, les contaron que Papá Noel había tenido que dejar los regalos en la despensa porque el trineo iba demasiado cargado. Eso sí, bajo estricta condición de que no se podían abrir hasta la mañana siguiente. Contra todo pronóstico, lograron convencerlos y devolverlos a sus habitaciones.
O eso pensaban. Porque el pequeño Sherlock, en vez de ir a su cuarto, decidió pasar por el de sus padres. Y ahí, sobre la cama, encontró los regalos que los Reyes Magos habían dejado… ¡sin envolver! Imagino que Sus Majestades estaban tan apurados con la lista que decidieron simplificar el proceso.
El niño, sin salir de su asombro, fue directo a preguntar:
“¿Y estos? ¿Vosotros le habéis pedido a Papá Noel que nos los trajera?”.
Ya sin margen para más cuentos, los padres asintieron y contestaron:
“Sí, claro… fue parte del plan”.
Al final, entre despensas, patios y camas, la magia sobrevivió, aunque no sin esfuerzo.
A mí lo más parecido que me ha pasado fue mucho más sencillo (y relajado). Mi peque, que aún tiene dos años, me pilló envolviendo un regalo en el despacho. Por suerte, ni se dio cuenta de lo que estaba pasando. Me dio un abrazo, sonrió y se fue corriendo a jugar. ¡Un alivio total!
Quiero aprovechar para agradecer a mi prima que me contara esta maravillosa historia y me permitiera compartirla aquí con vosotros. ¡Espero que os haya sacado una sonrisa tanto como a mí! ¿Y vosotros? ¿Habéis vivido alguna historia navideña de este estilo? ¡Contádmela! Me encantaría saber cómo habéis salvado la magia de Papá Noel o los Reyes Magos en vuestras casas.
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