El desayuno… y su secuela

Todo empezó con el desayuno. Era una mañana como cualquier otra, yo intentaba tomarme el café sin que se enfriara del todo cuando, de repente, mi peque terminó su plato y, con una mirada decidida, dijo: “Mamá… más”. Pensé que sería solo un pequeño antojo extra, así que le di un plátano. “Mamá, más”. Vale, una tostada con jamón york. “Mamá, más”. Y así seguimos: unas mandarinas, un poco de tortilla… ¡y aún no eran ni las diez de la mañana!
El almuerzo: ¿dónde cabe tanta comida?

Cuando llegó la hora de comer, decidí prepararle un plato bien completo: pasta, un poco de pechuga de pollo… Por un momento pensé que con eso sería suficiente. ¡Error! Mi pequeñín devoró la pasta como si no hubiera un mañana y volvió a pedirme “más”. ¿Cómo es posible que una barriga tan pequeña pueda almacenar tanta comida? Me vi abriendo el frigorífico en busca de algo más con cara de resignación, mientras mi hijo me miraba como diciendo: “¿Eso es todo?”.
La merienda: ¿un hobbit en casa?

No sé en qué momento exacto se convirtió mi hijo en un hobbit, pero ahí estábamos, frente a la merienda número uno del día: un par de mandarinas y un poco más de jamón york. Por si fuera poco, para la merienda número dos pidió un trozo de pan, y por la merienda número tres ya había perdido la cuenta. Entre tanto “más”, empecé a temer que me acabaría pidiendo el menú del restaurante de la esquina.
La cena: ¿el final del túnel?

Llegó la hora de la cena, y yo ya me sentía como en una película de ciencia ficción en la que la despensa no se vacía. Decidí preparar algo más ligero, pensando que el peque ya estaría cansado de comer. Así que hice una tortilla francesa con un poco de atún. Pero claro, mi peque estaba lejos de rendirse. “Mamá, más”. Venga, un poco de pechuga de pollo a la plancha. “Mamá, más”. ¿Puré de verduras? “Mamá, más”. Y así seguimos hasta que ya no me quedaban más ideas (ni alimentos) en la cocina. Al final, tuve que recurrir al recurso secreto: galletas. No por falta de opciones, sino porque mi peque ya parecía el campeón de un concurso de comer sin fin.
El misterio del estirón
Y, entonces, dos días después, todo cambió. Mi peque, el devorador incansable, apenas tocó su desayuno. Me miró con esa carita de travieso, se rió un poco y me soltó un tímido “mamá” mientras empujaba el plato. Miré alrededor pensando: ¿qué pasa aquí? Y entonces lo vi claro: ¡había pegado un estirón! De repente, los pantalones parecían pesqueros, las camisetas eran más bien tops, y los zapatos parecían apretarle como si estuvieran en una especie de competencia para ver quién se rompía primero.
Conclusión: ¿qué me espera la próxima vez?
Así es la vida con un peque en crecimiento: nunca sabes cuándo te vas a convertir en chef de un bufé libre o cuándo tus habilidades de compras rápidas serán puestas a prueba. Y yo, mientras tanto, solo espero estar mejor preparada para el próximo estirón… ¡o al menos, tener suficiente comida en la despensa!
¿Alguna vez os ha pasado algo parecido? ¿Cuál ha sido vuestro mayor desafío con el apetito insaciable de vuestro peque? Contadme vuestras anécdotas en los comentarios
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