Hoy ha llegado ese día que parecía tan lejano cuando me lo imaginaba con apenas unos meses en brazos, y que de repente ya está aquí: el primer día de colegio de mi peque.
No es la primera vez que nos separamos por la mañana, porque lleva yendo a la guardería desde muy chiquitín. Pero hoy era distinto. Hoy no era guarde, era colegio. Con su uniforme nuevo, con un edificio que impone, nueva profe y con compañeros que también empiezan, igual que él, a descubrir este mundo de los “niños grandes”.
La verdad es que madrugar tampoco ha sido una sorpresa (llevamos todo el verano levantándonos antes de las ocho), pero vestirle con la ropa del cole, preparar su mochila y caminar hacia esas puertas… eso sí ha sido otro nivel. Sentía que cada paso nos acercaba no solo al colegio, sino a un cambio de etapa, de esos que se graban para siempre en la memoria.
Al llegar, se le veía un poco desubicado. Normal, con tanto barullo de niños, padres y profes nuevos. Pero entonces llegó el momento. La profe le cogió de la mano, él se giró hacia mí, y yo le lancé un beso. Sonrió, como diciendo “todo va a ir bien”, y volvió a girarse para seguir adelante, sin lágrimas, con esa valentía que me dejó sin palabras.
Yo, mientras tanto, me quedé con el corazón encogido y lleno a la vez. Porque aunque lo veía avanzar, sentía que era yo la que estaba aprendiendo a soltar un poquito, a dejarle crecer.
Sea como sea, hoy hemos estrenado una nueva etapa. Una etapa que no empieza con grandes madrugones (porque de eso ya teníamos entrenamiento), pero sí con nuevas aventuras, nuevos amigos y aprendizajes que irán mucho más allá de los libros.
Y aquí estoy yo, con los ojos húmedos y agradecida de poder acompañarle en cada paso. Porque hoy, de verdad, empieza el colegio. Y con él, un nuevo capítulo en nuestra historia.
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