Dicen que la noche del cambio de hora el tiempo se pliega un instante.
Que durante unos segundos, el mundo se queda suspendido… y algo se cuela por la rendija.
No sé si será verdad.
Solo sé que este sábado, mientras todos dormían, juraría haber sentido ese momento exacto.
Esa grieta entre una hora y la siguiente.
Y si me lo hubiesen contado, no lo creería.
Pero lo viví.
O soñé que lo vivía.
Y desde entonces, cada vez que miro el reloj y veo las 2:22, se me eriza la piel.
Antes de contarte lo que ocurrió, déjame situarte: Samaín está cerca (esa noche antigua en la que, según dicen, el velo entre los vivos y los muertos se vuelve más fino) Samain: La celebración Celta que dio origen a Halloween
Quizá fue eso.
O quizá solo fue el cansancio, el sueño y el dichoso cambio de hora.
Sea como sea… lo que pasó esa madrugada me hizo dudar de si el tiempo, a veces, también se asusta.
Me desperté sobresaltada.
Silencio.
Solo el tic-tac del reloj del pasillo.
Miré el móvil: 2:22.
Y entonces lo oí: un llanto bajito, entrecortado.
Fui directa a la habitación del peque, con la linterna del móvil temblándome en la mano.
La puerta estaba entornada, el aire frío.
Me asomé.
La cuna vacía.
Noté el corazón en la garganta.
Busqué bajo la cama, detrás de la puerta, en el suelo.
Nada.
El llanto volvió, más lejos esta vez, como si se alejara por el pasillo.
Salí corriendo.
Y ahí lo vi:
todos los relojes marcaban 2:22.
El del horno, el del microondas, el del móvil.
Todos.
Congelados.
Me quedé quieta, respirando despacio.
De pronto, el llanto cesó.
Solo se oía un golpecito suave, detrás de mí.
Uno.
Dos.
Tres.
Me giré despacio.
Nada.
Solo el peluche del niño en el suelo, de lado, como si acabara de caer.
Tragué saliva.
Y entonces, un sonido: clic.
El reloj de pared se movió.
Las agujas avanzaron.
2:23.
Parpadeé… y estaba otra vez en la cama.
El despertador marcaba 2:59.
Respiré hondo.
Todo había sido un sueño.
Encendí el móvil, aliviada.
Y allí estaba otra vez.
2:22.
Me quedé helada.
Miré el monitor del bebé.
Parpadeante.
Una sombra se movía en la pantalla.
Muy despacio.
Justo al lado de la cuna.
Intenté gritar, pero la voz no me salía.
El aire pesaba.
Y entonces desperté.
De verdad.
Otra vez en la cama.
Miré el reloj: 2:22.
Y esta vez sí, el niño dormía tranquilo en su cuna, respirando profundo, ajeno a todo.
Sonreí, con el corazón aún acelerado.
Solo un sueño.
O dos.
O tres.
Feliz Samaín. 🎃


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