Hoy es mi cumpleaños. Cumplo 39. Este año no hay cifra redonda ni velas que marquen un cambio drástico, pero sí mucho que celebrar. No solo pienso en esta última década, que ha sido una auténtica montaña rusa, sino en todo el camino recorrido hasta aquí y en cómo cada etapa ha dejado su huella en mi vida.
Si echo la vista atrás, veo una vida llena de etapas muy diferentes. En mis 20, lo vivía todo con intensidad: sin parar en mil cosas, soñando a lo grande y buscando mi lugar en el mundo, literalmente. Eran años de improvisación, de saltar al vacío sin pensarlo demasiado, de cambios que parecían definitivos pero que ahora, con perspectiva, eran solo el principio.
En esos años, perdí a mi padre, y aquello marcó un antes y un después en cómo veía la vida. Me di cuenta de que nada está garantizado, que no hay tiempo que perder en lo que no importa, y que las personas que queremos son lo más valioso que tenemos. Ese aprendizaje lo llevo conmigo hasta hoy.
Al acercarme a los 30, sentí que era el momento de un cambio. Me lancé a por algo que llevaba tiempo rondando mi cabeza, algo que realmente me ilusionaba. Fue una etapa de esfuerzo y aprendizaje, pero también de mucha satisfacción al ver cómo ese esfuerzo me acercaba a lo que de verdad quería.
Los 30: la década de los grandes cambios
Estos años han sido los que han definido la vida que tengo ahora. Me casé, me convertí en madre. Con el tiempo, aprendí a encontrar espacio para todo, aunque no siempre en partes iguales. A veces hay que priorizar y otras simplemente dejarse llevar, sabiendo que el equilibrio perfecto es más un ideal que una meta alcanzable.
En esta década, entendí que no se trata de hacerlo todo perfecto, sino de hacerlo lo mejor que puedes con lo que tienes. Aprendí que soltar el control y aceptar los errores cometidos no es un fracaso, sino una forma de vivir más libre, y quitarle peso a esta mochila que cargamos. Y sobre todo, descubrí que la felicidad no siempre está en los grandes logros, sino en los pequeños momentos que te hacen sentir bien: una tarde en casa con mi familia, un abrazo inesperado, un rato de risas con los amigos o una charla agradable tomando un café.
Con este nuevo año, es inevitable pensar en propósitos. Hace poco escuché a Ángel Martín decir algo que me resonó muchísimo: No hace falta que sea Año Nuevo para empezar algo; cualquier día del año es perfecto para dar el primer paso. Y tiene toda la razón.
No quiero que mis metas dependan del calendario. Ya aprendí en el pasado que los cambios importantes empiezan cuando decides que es el momento, no cuando el reloj marca las 12 en Nochevieja, o cuando soplas unas velas.
Mirando hacia el futuro
Cumplir 39 significa que los 40 están justo a la vuelta de la esquina. Es una cifra que impone respeto, pero también ilusión. Porque si algo me han enseñado estos años es que la edad no es una barrera, sino una puerta que te abre nuevas posibilidades.
Los 40 prometen ser una etapa llena de cambios y oportunidades. Espero que lleguen cargados de sorpresas, de nuevos aprendizajes y, sobre todo, de momentos que me recuerden que la vida, con sus luces y sombras, siempre merece ser disfrutada al máximo.
Mi deseo para este nuevo año
Hoy soplo las velas con un único deseo: seguir disfrutando del camino. No importa si es a pasos grandes o pequeños, siempre que mire atrás y me sienta orgullosa de lo vivido.
Pero nada de este camino tendría sentido sin las personas que han estado a mi lado en cada etapa. A las que siguen conmigo, a las que ya no están pero dejaron su huella, a las que me enseñaron algo importante en su momento y a las que me enseñan ahora, incluso sin darse cuenta. Gracias a quienes me acompañan físicamente y también en la distancia, en el día a día o en mis pensamientos. Cada uno de vosotros ha sido, de alguna forma, parte de este viaje, y por eso celebro hoy, no solo mis 39 años, sino todo lo que me habéis dado para llegar hasta aquí. Gracias.
Y, por supuesto, gracias a la vida por estos 39 años. Por cada risa, cada lágrima, cada lección y cada momento que me ha hecho ser quien soy.
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