Hoy es el Día del Padre. Un día para celebrar, para agradecer, para hacer dibujos con manos diminutas y regalos envueltos con más celo que papel. Un día en el que, en mi casa, hay un pequeñín emocionado porque tiene algo especial para su papá. Un día en el que yo miro a ese hombre que comparte conmigo esta aventura de criar a nuestro hijo y pienso: Qué suerte tenemos.
Porque ser padre no es solo cuestión de sangre, sino de amor, de presencia, de paciencia infinita. Es levantarse temprano aunque sea domingo porque hay un niño que quiere jugar. Es ver la magia en lo cotidiano, convertir cualquier rincón en un escenario de juegos y hacer que lo simple se sienta extraordinario. Es estar ahí, siempre, con los brazos abiertos.
Hoy celebro a esos padres que están. A los que llegan agotados del trabajo, pero aún sacan fuerzas para leer un cuento antes de dormir. A los que preparan cenas o comidas improvisadas, cambian pañales y dan abrazos cuando hacen falta (y cuando no, también). A los que enseñan, protegen y acompañan. A los que hacen de cada día algo especial.
Y también pienso en los que ya no están. Hace casi 13 años que el mío se fue. El cáncer (ese maldito cáncer) se lo llevó demasiado pronto. 50 años. Le quedaban muchas cosas por vivir, muchos abrazos por dar, muchas risas por compartir. No conoció a su nieto, pero sé que, de alguna manera, sigue con nosotros. En los recuerdos, en las enseñanzas, en esos gestos suyos que a veces veo reflejados en mí. Queda mucho de él en mi.
Por eso, aunque la ausencia duela, hoy pesa más la presencia. Porque ser padre no es solo una etapa de la vida, es un legado que perdura.
Así que, a los que empiezan, a los que llevan décadas siéndolo, a los que un día lo serán. A los abuelos que siguen aquí y a los que nos cuidan desde otro lugar. Y, por supuesto, a ti, que eres el mejor padre que nuestro hijo podría tener.
Feliz Día del Padre.
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